Hace tiempo dejé de escribir aquí sobre las chicas con las que estaba porque me hacía hundirme cada vez en mi triste realidad de mierda. Que no es otra que la que vivo desde siempre.
Desde siempre, desde hace ya tantos años, cada vez que me gustaba una chica de verdad, desaparecía. No es en el sentido metafórico, si no en el más real de todos los posibles sentidos. Y así es como lo sentía yo… se iban por la puerta y hasta el país de nunca jamás. Nunca supe más de ellas. Beso en los labios, coger el ascensor y ver como se perdían para siempre mientras se cerraban las puertas metálicas.
Peor aún era cuando el que se iba era yo. Desde que me empezaba a vestir ya sentía ese hueco en el pecho… recuerdo que lo que más me costaba era mantener la sonrisa o ni eso, con tal de no poner la cara de lo que sentía por dentro me valía. Recuerdo como me volvía a casa muerto de pena, sabiendo que ya nunca más las volvería a ver… adiós, adiós… si decían “escríbeme cuando llegues” era buena señal. ¿Cuántas veces me lo dijeron? NINGUNA… bueno, perdón, ninguna. Ellas no tenían la culpa.
Con el tiempo me di cuenta o creo que me di cuenta de qué es lo que pasaba. Mostraba mis sentimientos. Siempre que comentaba algo fuera de lugar, por lo más mínimo o sutil que fuese, era cuando el castillo de naipes se caía. Tampoco mostraba gran cosa, nunca pedía nada. Ni mucho ni poco, nada de nada. Pero supongo que nada era mucho para ellas.
Desde entonces aprendí que el que habla pierde. No digas, no sientas, no padezcas, no nada. Qué asco de vida ¿verdad? Pero al menos vives, que ya es bastante. A todo el mundo le da miedo contar sus interiores pero cuando se los cuentan también son presa del pánico. No sé si es por la sociedad que tenemos o porque yo he dado con personas así.
La gente ya no siente, solo padece.